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![]() Cada país, cada época, cada lengua o cultura tiene sus propios best
sellers. Algunos de ellos están más allá de toda frontera y nunca pasan de moda. Pero ninguno ha tenido un destino comparable al de la Biblia,
ese Libro al que Pablo VI llamó acertadamente "el best seller permanente de la humanidad, que ha sido "traducido a todas las lenguas,
impreso en millones de ejemplares, difundido y leído en todos los países del mundo".
¿Qué es la Biblia?. "Biblia" es una palabra griega que significa "los libros", es
decir, los Libros por excelencia. Conviene tener en cuenta este significado original, porque la Biblia, más que "un" libro, es una especie de
"biblioteca", una colección de 74 escritos -47 del Antiguo Testamento y 27 del Nuevo- redactados a lo largo de más de mil años y reunidos
después en un solo volumen. En ella encontramos historia y narraciones folclóricas, códigos de leyes y poemas, parábolas y refranes,
oráculos proféticos, cartas y listas genealógicas. Pero, a través de esa gran variedad de estilos y formas literarias, es el mismo y único Dios
el que se dio a conocer a su Pueblo, como un Padre a sus hijos. En primer lugar a Israel, el Pueblo de la Antigua Alianza, y luego a la Iglesia,
el Pueblo de la Nueva Alianza. El Pueblo que nace con Abraham, el primer creyente en la Palabra, y culmina en Jesucristo, la "última" Palabra de
Dios. Por eso, más que ningún otro libro, la Biblia es EL LIBRO DEL PUEBLO DE DIOS. Un libro en dos tiempos.
Toda la Biblia es la historia de las Alianzas de Dios con los
hombres. Para nuestros hermanos de Israel, la Biblia se reduce a lo que llamamos el ANTIGUO
TESTAMENTO o "Libro de la Antigua Alianza". Para los cristianos, en cambio, la Sagrada
Escritura incluye también el NUEVO TESTAMENTO o "Libro de la Nueva Alianza". Uno y otro se
complementan. El Antiguo Testamento prepara el Nuevo y el Nuevo revela el sentido profundo
del Antiguo. "La Ley estaba grávida de Cristo", decían los Padres de la Iglesia. Y uno de
ellos, san Jerónimo, no duda en afirmar: "Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo". De
esta enseñanza se hace eco el Concilio Vaticano II, cuando enseña: "Dios, inspirador y autor
de ambos Testamentos, dispuso tan sabiamente las cosas, que el Nuevo Testamento está latente
en el Antiguo y el Antiguo está patente en el Nuevo. Porque, aunque Cristo estableció con su
Sangre una Nueva Alianza, al ser asumidos íntegramente en el anuncio evangélico, los libros
del Antiguo Testamento adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo"
Dei Verbum, 16).
Así nos encontramos frente a un Libro "en dos tiempos",
correspondientes a las dos grandes etapas históricas de la Revelación de Dios. En el Antiguo y en
el Nuevo Testamento, Dios mismo se "revela" -es decir, "quita el velo" que nos impedía conocer su
vida íntima- y nos llama a vivir en comunión con él . Siempre ha habido hombres que trataron de
encontrar una respuesta divina a los grandes interrogantes que brotan del corazón humano. Este
anhelo de una "revelación" trascendente es una constante en la historia religiosa de la humanidad.
Y no hay duda que siempre y en todas partes Dios hizo brillar algunos destellos de su luz,
porque el Creador del cielo y de la tierra "nunca dejó de dar testimonio de sí mismo"
(Hech. 14. 17) ante los hombres. Pero en la Biblia, él se revela de una manera nueva y
definitiva, que supera, perfecciona y purifica cualquier otra revelación. Ya no es el hombre
el que va en busca de Dios, sino Dios el que sale al encuentro del hombre por su propia
iniciativa. Este encuentro alcanza su plenitud en Jesucristo, centro y clave de toda la
Biblia. En él se revela "el misterio que estuvo oculto desde toda la eternidad"
(Col. 1. 26) y por la fe en él "nos atrevemos a acercarnos a Dios con toda confianza"
(Ef. 3. 12).
Palabra de Dios escrita por hombres
En la Biblia, Dios habla a los hombres y lo hace por medio de
hombres, que confieren a cada escrito de este Libro único su matiz particular. La Biblia es
la Palabra de Dios, está inspirada por él, pero no ha caído directamente del cielo. Fue
escrita en un lenguaje humano, vinculado a una historia, a una cultura y a formas literarias
propias de épocas bien determinadas. Más aún, es el fruto de una experiencia, la experiencia
vivida por el pueblo de Israel y por la Iglesia primitiva. Son muchas las contingencias
históricas que "amasaron" la Biblia y le dieron progresivamente su forma actual. Antes de
ser "Escritura", la Palabra de Dios fue anuncio y vida.
El Espíritu Santo no usó a los autores inspirados como meros
"taquígrafos" de lo que él les dictaba. Se valió de ellos como de instrumentos vivos,
respetando y enriqueciendo su originalidad humana y literaria, e hizo que ellos transmitieran
fielmente sus palabras, no "a pesar", sino "a través" de un lenguaje humano. Como dice el
Concilio Vaticano II: "Las palabras de Dios, al ser expresadas por lenguas humanas, se
hicieron semejantes a la manera humana de hablar, así como un día la Palabra del eterno
Padre se hizo semejante a los hombres, asumiendo la carne de la debilidad humana" (Dei Verbum, 13).
Una Palabra siempre actual
La sola mención de la Biblia suele evocar la idea de algo muy antiguo, de cosa de otra
época. Y este es el peligro más grande: leerla como un libro del pasado. En ese caso, a lo más sería un libro interesante e instructivo, pero no
pasaría de allí. La Biblia es mucho más que eso. Es un Libro siempre actual, como la Palabra que contiene. En la Biblia, Dios sigue hablando a
los hombres "hoy" y "aquí". Ni los viajes espaciales ni las computadoras electrónicas restan actualidad a la Biblia. Su lenguaje puede ser a veces
anacrónico, pero su mensaje es eterno.
Para eso es necesario leerla a la par del libro de la vida. La Biblia, en efecto, tiene
que ver, y mucho que ver, con todo lo que pasa en cada persona y en el mundo entero. Si bien es un Libro religioso, no por eso es ajeno a la
realidad. A "toda" la realidad, tanto en su dimensión individual cuanto comunitaria. Tal vez pocos libros sean tan "realistas" como la Biblia.
Nacida de la "realidad" propia de las distintas épocas en que fue escrita, y encarnada en ellas, la Biblia tiene que ser leída, o mejor dicho,
"releída" en la realidad de "nuestra" época y de "cada" época. Releída con ojos siempre nuevos, no para hacerle decir lo que nosotros queremos
que diga, sino para que ella nos diga lo que siempre tiene de nuevo.
Indudablemente, la Biblia -sobre todo el Antiguo Testamento- no es un Libro fácil. Es
necesario que nos "iniciemos" en su lectura, que aprendamos a leerla, ubicándonos en el "mundo" de la Biblia, tan diferente y distante en muchos
aspectos del nuestro. Como es necesario que uno esté iniciado en la música, en la matemática o en los deportes para que pueda entender la
actuación de un pianista o la demostración de un teorema o el desarrollo de un partido. Por lo pronto, debemos saber que en la Biblia hay
diferentes estilos y "géneros" literarios, y por lo tanto, no todo hay que leerlo de la misma manera. Existe una gran diferencia, por
ejemplo, entre una crónica histórica como el libro de los Reyes y una novela como el libro de Judit, entre un poema amoroso como el Cantar de los
Cantares y un relato épico como el libro del Éxodo. Todo en la Biblia es Palabra de Dios, pero esa palabra se reviste de formas muy diversas.
Para poder adentrarnos en el "mundo" de la Biblia, es muy útil
leer previamente las introducciones generales y parciales a cada uno de sus Libros, como
también las notas aclaratorias a ciertos pasajes más oscuros. Con todo, nada de esto, y
ningún estudio sobre la Biblia por recomendable que sea, puede suplir su lectura directa y
asidua. Desde luego, no se trata de leer la Biblia para ver "qué dice". A veces, esa
curiosidad puede ser un punto de partida. Pero no hay que quedarse ahí. Es necesario leerla
para alimentar la fe, para afirmar la esperanza y acrecentar el amor. La lectura de la
Biblia debe estar acompañada de la oración, debe ser un diálogo con Dios. De esta manera,
aun los textos más áridos y lejanos a nuestra mentalidad podrán darnos "la sabiduría que
conduce a la salvación, mediante la fe en Cristo Jesús". Porque "toda la Escritura está
inspirada por Dios, y es útil para enseñar y para argüir, para corregir y para educar en la
justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer siempre el
bien" (2 Tim. 3. 15-17). La Biblia, inseparable de la Tradición
Así como la Biblia nació de la experiencia humana y espiritual
del pueblo de Israel y de la Iglesia primitiva, también nos llega a través de ese Pueblo y de esa Iglesia. De los textos originales a las
traducciones modernas, pasando por los viejos manuscritos que se remontan a los primeros siglos cristianos, hay un "hilo conductor" que nos
transmite sustancialmente la misma Palabra de Dios. Ese hilo es lo que se llama la "Tradición". La Tradición es el medio vital en el que se
fueron gestando y deben ser leidos los escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento. De ahí que la Biblia pueda, en todo caso distinguirse, pero
nunca separarse de la Tradición viviente u oponerse a ella. Una y otra no son dos ríos que corren paralelos a partir de diferentes fuentes,
sino que "surgen de la misma fuente -la Palabra de Dios- se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin" (Dei Verbum, 9). "Son como un espejo
en el que la Iglesia que peregrina en la tierra contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta que sea llevada a su presencia para verlo cara
a cara, tal cual es" (Dei Verbum, 7).
Por eso, los cristianos debemos leer la Biblia "en" la Iglesia, la comunidad visible de los creyentes en Jesucristo fundada sobre la predicación apostólica. Es verdad que la Iglesia está al servicio de la Palabra de Dios y tiene que dejarse iluminar y guiar por ella. Pero también es verdad que la Palabra llega a nosotros por medio de la Iglesia. A ella le toca reconocer "oficialmente" cuáles son los Libros inspirados -lo que se llama el "canon" de las Escrituras- y cómo debemos interpretarlos. Esa Iglesia es, en primer término, el Magisterio personificado en el Papa y los Obispos. Pero es también todo el conjunto de los creyentes, animados por el Espíritu de Cristo bajo la conducción de sus pastores. Podemos decir que, además de la inspiración propiamente tal, que es la bíblica, hay una inspiración eclesial, que procede igualmente del Espíritu y no cesa de acompañar al Pueblo de Dios hasta el fin del mundo. Y ese Espíritu "sopla donde quiere" (Jn. 3. 8), para hacernos comprender la "Palabra de Vida" (1 Jn. 1. 1) contenida en la Escritura y ayudarnos a vivir de ella.
La Iglesia siempre ha venerado las Sagradas Escrituras como al mismo Cuerpo de Cristo, porque, sobre todo en la Liturgia, no deja de alimentarse con el Pan de vida y de distribuirlo a los fieles, tomándolo de la mesa tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo. Siempre las ha tenido y las tiene, juntamente con la Tradición, como la regla suprema de su fe, ya que, inspiradas por Dios y consignadas por escrito de una vez para siempre, ellas comunican inmutablemente la Palabra del mismo Dios y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y los Apóstoles.
< Es necesario, por lo tanto, que toda la predicación eclesiástica como la misma religión cristiana se alimente de la Sagrada Escritura y se rija por ella. En los Libros Sagrados, en efecto, el Padre que está en el cielo sale con amor al encuentro de sus hijos y entabla conversación con ellos. Y es tanta la fuerza y la eficacia que radica en la Palabra de Dios, que ella se convierte en soporte vigoroso de la Iglesia, en alimento del alma y en fuente pura y perenne de la vida espiritual.
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